El genio de Camus

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Alber Camus in 1957. (©Robert Edwards, via Wikimedia Commons)

Alber Camus in 1957. (©Robert Edwards, via Wikimedia Commons)

I

La superficial creencia de que Albert Camus fue mejor periodista que ensayista, mejor ensayista que dramaturgo y mejor dramaturgo que novelista empezó a propagarse cuando su cadáver aún no se enterraba en Lourmarin. Incluso en los obituarios más elogiosos, sus detractores empezaron a reprocharle la extrema claridad de sus ideas, juzgando que tanta claridad no podía congeniarse con una profunda reflexión. Al respecto, Susan Sontag, en su reseña de la publicación en inglés de los Carnets, 1935-1942 de Camus (The New York Review of Books, septiembre de 1963), fue así de categórica: “But was Camus a thinker of importance? The answer is no. Sartre, however distasteful certain of his political sympathies are to his English-speaking audience, brings a powerful and original mind to philosophical, psychological, and literary analysis”.

Alber Camus in 1957. (©Robert Edwards, via Wikimedia Commons)

Alber Camus in 1957. (©Robert Edwards, via Wikimedia Commons)

En la misma reseña, párrafos atrás, Sontag había dejado entrever lo que, al parecer, fue la base de su criterio: según ella, Camus habría sido un escritor “whose talents certainly fall short of genius”. Más adelante incluso se animó a llevar a cabo este ejercicio de clarividencia: “Moral beauty has tendency to decay very rapidly into sententiousness or untimeliness. This happens with special frequency to the writer, like Camus, who appeals directly to a generation’s image of what is exemplary in a man in a given historical situation. Unless he possesses extraordinary reserves of artistic originality, his work is likely to seem suddenly denuded after his death. For a few, this decay overtook Camus within his own lifetime”.

En 1995, treinta y dos años después de la rotunda afirmación de Susan Sontag, el filósofo español Fernando Savater escribió en la entrada «Camus» de su Diccionario filosófico: “Regresamos a sus páginas y se disipan los temores. Algunas discrepancias, ciertos fetichismos lingüísticos ya obsoletos, pero por lo demás Camus no tiene ninguna arruga. Más nuestro que nunca: más ecuánime, más valiente, más tonificante y lúcido que jamás. Casi profético, aunque él se hubiera reído de este calificativo degradado por falsos augures”.

En esta misma línea, luego de releer La peste, la crítica e historiadora de la cultura Marina Warner sostuvo lo siguiente: “In The Plague, the stricken protagonists are searching for some way of being human beyond heroism and sanctity. I suppose I was right that Camus vision was bleak, but I was wrong to take comfort from that. The Plague doesn’t give permission to despair but works out the complex hope offered by resistance and the urgency of understanding the long, deep reach of war’s corrupting power” («To be a man», The Guardian, 26 de abril de 2013).

En «Still Cool Camus», un texto del 2010 en The Daily Beast, el periodista Allen Barra escribió lo que sigue: “As Sontag herself was to understand, the attractiveness of political sympathies changes, and with them a writer’s reputation. Less than two decades after her essay on Camus, it was Sontag who was saying things like ‘communism is fascism, with a human face’—essentially what Camus had been saying since his break with the French Left after the publication of L’Homme revolte (The Rebel) in 1951. In the words of Olivier Todd, ‘Camus was correct too early’”. Y hace poco, en el 2013, en un artículo vindicativo de Le Nouvel Observateur titulado «Camus, le noveau philosophe», se consignó la siguiente anécdota: “Universidad de Duke, Carolina del Norte, 2007. Un joven profesor llegado de la Sorbona formuló una pregunta idiota a sus estudiantes: ¿Cuál es el gran escritor francés del siglo XX. Preveía como respuesta Proust o Céline. De plano, Claudel o Sartre. La contestación fue unánime: ¡Es Camus, señor!”.

Recordemos, de paso, que Le Étranger continúa siendo la novela francesa más traducida y famosa del siglo XX, por lo cual de más está decir que Susan Sontag se equivocó sobre Albert Camus. Éste no sólo fue en su momento un pensador importante, sino que hoy, inclusive por encima de Jean Paul Sartre, todavía lo sigue siendo.

II

Ahora bien, habiendo anotado lo anterior, quisiera divagar sobre qué quiso decir Susan Sontag cuando usó la palabra ‘genio’, y tratar de ver si, por otra parte, la obra de un trabajador incansable, además de “immensely gifted writer”, puede alcanzar la categoría de ‘genial’.

Leyendo de cabo a rabo aquella reseña de Sontag sobre los Carnets de Camus, pienso en dos clases de ‘genios’ afines a su idea. La primera, reúne a los seres fantásticos, bromistas, embaucadores y amorales de la literatura semítica que la palabra árabe jinn o djinn particulariza y de los que habla el Innombrable del Corán (15, 26-27): “Hemos creado al hombre de barro, de arcilla moldeable; antes, del fuego ardiente habíamos creado a los genios”. Ellos, además, pueden ser causantes de ciertas formas de locura y así lo deja saber la palabra árabe que designa al ‘loco’, maynun, que etimológicamente significa ‘poseído por los genios’.

Por otro lado, está la segunda clase de genio, cuyo sentido echa raíces en los griegos, adquiere voz entre los latinos, se humaniza en el Renacimiento italiano, se ironiza en la Ilustración, se entroniza en los romanticismos inglés y alemán y se figura como un torrente creador de la naturaleza en manos de Kant, con pocas variantes hasta hoy.

Platón, que no conoció la palabra ‘genio’ pero sí la de daimon, o ‘mediador entre dioses y hombres’, ya había escrito lo siguiente: “No es mediante el arte [techné] sino por el entusiasmo y la inspiración [de las musas] como los buenos poetas épicos componen sus bellos poemas” (Ion, 533 D534 E5). Además, ese entusiasmo canalizado por el daimon “inspira odas y otros poemas que fijan modelos para las nuevas generaciones” (Fedro, 245a). Este daimon es equivalente al genius latino derivado de la religión etrusca, que con el paso de los siglos, en el cenit del Renacimiento, adquirió una nueva dimensión gracias al poema «Genius sive de furore poetico» (1575), de Giovanni Maria Verdizotti, que ponía en versos las premisas de Ficino y de Pico della Mirandola: había un alter deus dentro del hombre, lo que explicaba esa suerte de embriaguez que, en los grandes artistas, permitía alcanzar la armonía celeste. En 1585 Giordano Bruno también haría suya esa parte de la doctrina platónica del entusiasmo y la inspiración a la manera humanista: aquel año, en De Gli Eroici furori, escribió que “la poesía no nace de las reglas sino por un ligerísimo accidente; más bien las reglas se derivan de la poesía”, y comentó que Homero no fue “un poeta que dependiera de reglas, sino que sus propias reglas sirvieron a otros más propensos a imitar que inventar”, los cuales, como aquellos que recojen las migas que otros tiran al suelo, “al no tener musa propia, hacen el amor con la de Homero”. “¿Cómo es posible entonces” pregunta Cic, uno de los interlocutores del diálogo escrito por Bruno, “reconocer a los verdaderos poetas?”, y le responde Tan: “Cuando al recitar sus versos sintamos que son deliciosos o útiles, o ambas cosas a la vez”, ya que el poeta ha de convertir los males que lo aquejan en el mayor de los bienes para el resto de los mortales. Por otro lado, Bruno asimismo cree que la ignorancia no es un escollo para los artistas; “lo más frecuente”, dice, “es que llegan al arte en un estado de incultura e ignorancia, semejantes a una casa vacía en la que al cabo se introduce el espíritu divino”.

Visto lo anterior, es comprensible que Voltaire se haya burlado del concepto de genio propalado ya antes de los siglos XVI y XVII. En su Diccionaire philosophique (1764) ironiza diciendo que esperará ver más de uno, “porque no lo creería si viera sólo uno”. Es comprensible: para un ilustrado como Voltaire, ‘geniales’ son los dioses que representan un pasado de superstición que se debería rechazar. “El genio bueno tenía que ser blanco y el malo, negro, excepto en los pueblos negros, en donde sucedería lo contrario”, añade con sorna.

III

En 1699, Roger de Piles compuso un pequeño tratado, Abregé de la vie des peintres, donde reitera que las aptitudes artísticas son un regalo de la naturaleza que ignora las reglas establecidas en cada dominio artístico. “Una obra puede ser mala sin contravenir ninguna regla”, dice, “al tiempo que una obra colmada de infracciones puede ser excelente”. Más cauto o indeciso fue Diderot, que tras haber defendido las lecciones de anatomía para los pintores (Essais sur la peinture, 1793) apuntó en Héros et Martyrs: “No sé si en el arte las reglas han más perniciosas que útiles”. Matizando el asunto, Charles Batteaux, otro clasicista y racionalista de la época, afirmó que el genio no es un poder misterioso que detentan unos pocos hombres sino el efecto de algo más prosaico y tangible. En Les Beaux-arts réduits à un même principe, de 1746, escribió: “Los hombres de genio no hacen más que revelar algo que ya existía. Únicamente son creadores debido a que han indagado, y, viceversa, han indagado debido a que estuvieron sumergidos en un estado de creación”. De esta forma Batteaux sostiene que el genio no crea ex nihilo: “Procede como la tierra: no produce nada sin semillas. Y esta comparación, lejos de rebajar a los artistas, puede servir para darles a conocer el origen y la amplitud de sus recursos, que son inmensos, ya que el genio no tiene más límites que los del universo”. En esta misma línea, sin hipérbole, se pronunció Buffon al ser admitido en la Academia Francesa en 1753: “El genio no es más que una larga paciencia”, dijo. Lo cual sintetizaba bien una idea común al racionalismo de los siglos XVII y XVIII, de la que Juan Sebastián Bach será un magnífico ejemplo rescatado del barroco: “He trabajado duro”, escribió en una carta; “cualquiera que trabaje tanto como yo obtendrá mis logros”.

IV

Mientras tanto, asimilando la estética inglesa de Young y Shaftesbury, en Alemania se cocía el célebre Sturm und Drang, que hacía puños en contra de la tradición racionalista ilustrada (según la cual la creación de un objeto artístico responde a reglas puntuales, mensurables, racionalizables y pasibles de normatividad), alegando que la naturaleza era el único manantial que podía devolvernos la plenitud. Desde esta perspectiva se exaltaron la emancipación del instinto, la imaginación sin ataduras, la trascendencia de los sueños, la liberación de los sentimientos, y se afirmó que la creación debe dar cuenta no sólo de lo bello sino también de lo feo y carente de armonía. Por otro lado, para los románticos alemanes las sensaciones —“el inconsciente”, como lo llamaría Schelling, mucho antes de que Freud transformara esa palabra en otra mitología— son anteriores a cualquier reflexión y, junto al entusiasmo, trazan un itinerario digno de seguir.

Por último, en 1788, Kant, con su peculiar lenguaje laberíntico, redefinirá otra vez al genio como el talento que, desde la naturaleza, forja las reglas del arte. En su Crítica de la razón práctica escribió lo que sigue: “Dado que el talento pertenece a la naturaleza por ser una facultad productiva innata del artista, podría uno entonces expresarse también así: ‘genio’ es la innata disposición del ánimo (ingenium) a través de la cual la naturaleza da la regla al arte”. En este sentido, y en contraposición a lo que manifestó Leibniz, la instrucción sería innecesaria para el genio y hasta podría perturbarlo seriamente. “El mecanismo de la instrucción”, agrega Kant, “por forzar en todo momento al discípulo a la imitación, es ciertamente perjudicial a la germinación de un genio, a saber, en lo tocante a la originalidad.”

V

En resumen: para los clásicos, los primeros renacentistas y los ilustrados franceses, la imitación de la naturaleza constituye una forma de aproximación a la belleza y la verdad absolutas; para los románticos y los kantianos, al arte tiene que ser genial, menos transpirado que inspirado, o no será propiamente arte. Este último concepto de genialidad contribuyó a menospreciar una tradición tanto académica como pragmática del arte, que propugnaba la imitación de patrones y la importancia de la artesanía en los talleres de maestros.

Otro fue el camino de Schopenhauer. Éste se alejó del concepto kantiano para argumentar que ‘genio’ es quien puede prescindir momentáneamente de su propia individualidad y es capaz de olvidar sus fines egoístas para “prestarnos su mirada” y hacernos ver lo esencial de las cosas. Luego, Nietzsche negó la utilidad del pathos del sufrimiento en la valoración del verdadero artista, y enseguida desestimó como mera metafísica la figura sobrehumana del genio, recordando el esfuerzo de racionalidad y autodominio que comporta el proceso creativo. En la cuarta parte del primer volumen de Humano, demasiado humano, de 1878, Nietzsche aseguró que “los grandes artistas fueron asimismo grandes trabajadores” […] “no sólo incansables en la invención, sino también en descartar, exhumar, reformular, ordenar”. Y más adelante: “La actividad del genio no es algo esencialmente diferente de la actividad del inventor mecánico, del erudito astrónomo o historiador, del maestro de la táctica. Cada una de estas actividades se hace presente cuando los hombres tienen en cuenta que su pensamiento es activo en un sentido que utiliza todo como materia que contempla siempre su vida interior y la de otro con ardor, que en todo lugar ve modelos atractivos que no se agotan en la combinación de sus medios”.

Parece claro, entonces, que el temperamento de Camus fue afín al espíritu de la Ilustración e hizo suyo el ajuste de cuentas que llevó a cabo Nietzsche con el romanticismo. Así pues, tendría que ser bajo estos parámetros que, en mi opinión, debería juzgarse el obvio talento desplegado en su obra, y acaso su genio.

VI

Albert Camus fue un marginal al menos en tres sentidos: nació argelino, pied noir y se hizo un escritor incómodo para la mayoría de intelectuales de su tiempo. “Si hubiera un partido de los que no están seguros de tener la razón, ése sería el mío”, anotó en una página de sus Carnets. Así pues, no pudo ser grato a los socialistas, los fascistas, los comunistas o los independentistas de Argelia (aunque fue afortunado en la amistad y el amor, acaso los mayores logros a los cuales pueda aspirar un ser humano). Construyó su moral de los límites tras ver la devastación y la locura de las guerras, y la defendió con el mismo coraje que empleó en la Resistencia y en la dirección de Combat. Esta alergia a los extremos de la pasión y del pensamiento le permitió una comunión casi panteísta con la naturaleza y lo inclinó aun más hacia la mesura; sobre ella edificó su arte y su pensamiento austeros, y en este nuevo espacio fue único. Sus frases fueron económicas, cortadas al tajo por una oratoria a la vez contenida, reflexiva y sensual que iba pésimo junto al despliegue de acrobacias verbales de sus contemporáneos. Tal vez me ayuden unas citas para comprobarlo:

“Yo aprendo que no hay felicidad sobrehumana, ni eternidad, fuera de la curva de los días. Estos bienes irrisorios y esenciales, estas verdades relativas, son los únicos que me conmueven. Acerca de otros, los ‘ideales’, no tengo suficiente alma para comprenderlos. No se trata de portarse como una bestia, pero no le encuentro sentido a la bondad de los ángeles.” (“J’apprends qu’il n’est pas de bonheur surhumain, pas d’éternité hors de la courbe des journées. Ces biens dérisoires et essentiels, ces vérités relatives sont les seules qui m’émeuvent. Les autres, les ‘ideales’, je n’ai pas assez d’âme pour les comprendre. Non qu’il faille faire la bête, mais je ne trouve pas de sens au bonheur des anges.” De «L’ete à Alger», en Noces. Cuando lo escribió, Camus tenía poco menos de 24 años.)

“Nosotros estamos todos de acuerdo sobre los fines, pero discrepamos con respecto a los medios. Todos aportamos, qué duda cabe, una pasión desinteresada a la felicidad imposible de los hombres. Mas simplemente hay aquí, entre nosotros, quienes piensan que se puede recurrir a todo con tal de lograr esa felicidad, y hay quienes no piensan así. Nosotros somos de estos últimos. Sabemos con qué rapidez los medios se confunden con los fines, y no queremos cualquier tipo de justicia.” (“Nous sommes tous d’accord sur les fins, nous différons d’avis sur les moyens. Nous apportons tous, n’en doutons pas, une passion désintéressée au bonheur impossible des hommes. Mais simplement il y a ceux qui, parmi nous, pensent qu’on peut tout employer pour réaliser ce bonheur, et il y a ceux qui ne le pensent pas. Nous sommes de ceux ci. Nous savons avec quelle rapidité les moyens sont pris pour les fins, nous ne voulons pas de n’importe quelle justice.”  Véase el artículo «Morale et politique», en Combat, noviembre de 1944, que redactó Camus cuando tenía 31 años.)

“Hay crímenes de pasión y crímenes de lógica. La frontera que los separa es incierta. Pero el Código Penal los distingue, bastante cómodamente, por la premeditación. Estamos en los tiempos de la premeditación y el crimen perfecto. Nuestros criminales no son más los muchachos desarmados que invocaban la excusa del amor. Ellos, al contrario, son adultos y su coartada es irrefutable: es la filosofía que puede servir para todo, incluso para convertir a los asesinos en jueces.” (“Il y a des crimes de passion et des crimes de logique. La frontière qui les sépare est incertaine. Mais le Code pénal les distingue, assez commodément, par la préméditation. Nous sommes au temps de la préméditation et du crime parfait. Nos criminels ne sont plus ces enfants désarmés qui invoquaient excuse amour. Ils sont adultes, au contraire, et leur alibi est irréfutable : c’est la philosophie qui peut servir à tout, même à changer les meurtriers en juges.” Entrada de L’homme révolté, que Camus publicó en 1951, a los 38 años.)

“Fue en ese momento cuando leyó sobre la tumba el dato de nacimiento de su padre, descubriendo en ese momento que no lo sabía. Después leyó las dos fechas, «1885-1914», e hizo un cálculo maquinal: veintinueve años. Súbitamente una idea lo remeció hasta el punto de hacerlo tambalear. Él tenía cuarenta años. El hombre enterrado bajo esa lápida, y que había sido su padre, era más joven que él.

”Y la ola de ternura y de piedad que de golpe vino a llenar el corazón no era el movimiento del ánimo que arrastra al hijo a recordar al padre desaparecido, sino la compasión sobrecogedora que un hombre ya hecho siente delante del niño injustamente asesinado —alguna cosa allí no pertenecía al orden natural y, a decir verdad, no había tal orden sino únicamente la locura y el caos donde el hijo era más viejo que el padre.” (“C’est à ce moment qu’il lut sur la tombe la date de naissance de son père, dont il découvrit à cette occasion qu’il l’ignorait. Puis il lut les deux dates, « 1885-1914 » et fit un calcul machinal : vingt-neuf ans. Soudain une idée le frappa qui l’ébranla jusque dans son corps. Il avait quarante ans. L’homme enterré sous cette dalle, et qui avait été son père, était plus jeune que lui. // ”Et le flot de tendresse et de pitié qui d’un coup vint lui emplir le coeur n’était pas le mouvement d’âme qui porte le fils vers le souvenir du père disparu, mais la compassion bouleversée qu’un homme fait ressent devant l’enfant injustement assassiné — quelque chose ici n’était pas dans l’ordre naturel et, à vrai dire, il n’y avait pas d’ordre mais seulement folie et chaos là où le fils était plus âgé que le père.” De Le premier homme. Camus tenía en su maletín el borrador de este libro aún inconcluso cuando, a los 46 años, la noche del 4 de enero de 1960, murió en un accidente automovilístico. Su hija Catherine lo publicó en 1994 con la editorial Gallimard.)

VII

La opinión un tanto desdeñosa de Susan Sontag con respecto a Camus me recuerda, por complementaria y a la vez opuesta, a la del jovencísimo y ya brillante Mario Vargas Llosa de 1962. Éste, influido por Sartre, escribió un artículo que descalificaba, más o menos como Sontag lo haría un año después, el valor de Camus como pensador. Sin embargo, en ese mismo artículo Vargas Llosa enfatizaba, una y otra vez, la enorme admiración que sentía por el artista de las palabras que había sido, hasta el final, el escritor franco-argelino. Luego de leer los Carnets, tuvo en claro que Camus era, antes que nada, un poeta, ya que en él prevalecía siempre la intuición de la belleza. “Ésta”, dice, “importa a Camus por encima de todo y la escribe con mayúscula: ‘La Belleza, que ayuda a vivir, también ayuda a morir’” («Camus y la literatura», en Contra viento y marea, 1962-1982). Lo interesante del caso de Vargas Llosa es que, a diferencia de Susan Sontag, su parecer sobre el mérito de la filosofía de Camus evolucionó hasta sostener, trece años después, que ya no solamente le parecía un estilista de primera magnitud, sino que estaba seguro de que se trataba de un pensador necesario e imposible de olvidar. En «Camus y la moral de los límites», de 1975, redactó lo que sigue: “No volví a leer a Camus hasta hace algunos meses, cuando, de manera casi casual, con motivo de un atentado terrorista que hubo en Lima, abrí de nuevo L’homme révolté, su ensayo sobre la violencia en la historia. Fue una revelación. Ese análisis de las fuentes filosóficas del terror que caracteriza a la historia contemporánea me deslumbró por su lucidez y actualidad, por las respuestas que sus páginas dieron a muchas dudas y temores que la realidad de mi país provocaba en mí…” (Op. Cit.).

VII

El tipo de genialidad predicado por Bach, por Voltaire, por Buffon, por Nietzsche fue el que ejerció Albert Camus. Hasta la fecha, su obra puede prestarnos esa mirada lúcida de la que hablaba Schopenhauer para que podamos ver los problemas fundamentales de una situación o de un comportamiento. Si aún no hemos sacado provecho de aquella mirada, la responsabilidad no es de Albert Camus. En sus páginas —como dijo Fernando Savater en un artículo del año 2000— él supo mostrar “el lado irrepetible y frágil de cada uno de nosotros” porque siempre “se declara incompleto, insatisfecho, falible; porque sostiene principios elevados pero demuestra amar hasta lo menos excelso de la vida; porque cultiva los razonamientos pero no escamotea su desenlace absurdo; porque muestra más de lo que demuestra, porque no se le puede confundir con un profesor y guarda siempre en él algo de trémulamente joven e inmaduro” («El hombre rebelde», La Nación Digital de Costa Rica, 30 de octubre). Si nos fijamos bien en la cita, Savater no separa la obra del autor. Y es lógico. El mexicano Hugo Hiriart explica así la imposibilidad de esta partición: “En todo genio moral atrae lo mismo que la obra, el personaje, porque el talento moral no es teórico, es vital y tiene que exhibirse en la existencia” («Camus y el teatro», revista Nexos, #431, noviembre de 2013).

Hoy, tal vez más que nunca, es ésta la clase de ‘genio’ que nos hace falta.

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Notas

* Platón, en el Fedro, distingue cuatro tipos de locuras causadas por la intervención divina: una locura erótica, inspirada por Afrodita y Eros; una locura poética, inspirada por las musas; una locura ritual, en la que Dioniso opera una desindividuación mediante el vino y la danza religiosa; y una locura profética, cuyo patrono es Apolo (244 A). Los dioses suscitan la locura (manía) mediante el entusiasmo, que en sentido literal significa tener un dios dentro del cuerpo (en-theos). Así, Platón también pudo declarar que “nuestras mayores bendiciones provienen de la locura” (Fedro, 244A).

** En Conjectures on Original Composition (1759), Edward Young resaltó que, siendo “un genio original”, Shakespeare pudo prescindir de la erudición porque tuvo a la naturaleza por escuela.

*** En el libro IV de An Essay Concerning Human Understanding (1690), Locke, hablando de la fe y la razón, impugnó el valor del entusiasmo por considerar que este se había erigido en la divisa de un misticismo que pretendía dejar atrás el poder de la inteligencia. Voltaire también procuró hacer lo mismo y, fiel a su carácter humorístico, escribió en su Diccionaire philosophique que el entusiasmo había causado “la crispación de intestinos y los violentos calambres de corazón” de la Pitonisa. Este entusiasmo es el que Herder, integrante del Sturm und Drang, opuso al racionalismo ilustrado. En La rebelión de los jóvenes alemanes en el siglo XVIII, sentencia que la gente está cansada de la verdad e irónicamente agrega: “Los hombres quieren algo nuevo, y al fin el gusto debe servir para proporcionar alguna novedad”.

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Postdata

No me sentí capaz de traducir ninguna cita extensa de Albert Camus y, sin embargo, por una indecorosa vanidad, he tratado de hacerlo. Al fin, quizá haya podido vertir la lógica de sus razonamientos, pero no la contundente belleza de sus frases. Por lo demás, son también mías las insatisfactorias versiones de las referencias escritas originalmente en francés e italiano. Las referencias en inglés las he dejado tal cual porque son de lengua franca, y creo que resulta evidente que a los escritores griegos y alemanes los he leído tan sólo en castellano por mi culpable ignorancia de tales idiomas.

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