¿La reinvención de la realidad?

More

Días atrás fui a ver a mi hermana y la encontré conmovida tras una visita previa. Había estado con una compañera de la universidad que le había regalado unos frasquitos con agua bendita para que se mejore de la gripe. Mi hermana me los enseñó. Tenían una etiqueta con la imagen de la Virgen María y, debajo de ésta, la fecha de caducidad.

Resultaba evidente que la buena amiga creía con firmeza en la capacidad milagrosa del agua bendita. Como soy agnóstico sin fe en las religiones, me pregunto porqué alguien tiene tal convencimiento, y debo admitir que no tengo una respuesta satisfactoria, ya que ese convencimiento escapa a mi perspectiva de la realidad. Es decir, la visión del mundo que tengo es laica y escéptica; en cambio, la de aquella amiga de mi hermana tiene por ciertos los dogmas del catolicismo, sustentados, además, según intuyo, por el pensamiento mágico.

Desde luego, no voy a hablar de los curiosos dogmas del catolicismo, especialmente a partir de lo ocurrido cientos de años atrás en Nicea porque me entramparía en batallas imaginarias que, por ahora, no estoy dispuesto a sufrir. Pasemos, entonces, a recordar a qué llamamos «pensamiento mágico».

En el caso de la amiga de mi hermana, creo que se pone de manifiesto un hecho interesante: aquella persona ha relacionado un objeto con un suceso —el agua bendita y la cura de una gripe— y, cuando menos en apariencia, actúa convencida de que se trata de un fenómeno de causa y efecto. Pues bien, lo mismo pasa, por ejemplo, cuando alguien usa una patita de conejo como amuleto de buena suerte o una ropa interior amarilla para recibir el año nuevo. En otras palabras, no parece indispensable vincular con rigor estadístico los acontecimientos para relacionarlos de modo que uno sea el antecedente y el otro el consecuente. Basta con razonar dentro de los límites de una cultura en la que una cosa X es el antecedente de un consecuente Z, pues así lo prescribe su tradición.

En este punto, creo lícito recordar que, en el día a día, la coherencia es un concepto muy maleable, hasta el punto que no resulta absurdo decir que el mínimo común denominador de nuestras vidas es el comportamiento incoherente. Pensemos en un caso ya viejo para probarlo. Viejo y lejano. Hagamos memoria de aquellos años en que Rusia era la URSS. Fijémonos en el año 1954. Entonces, Lavrenti Pávlovich Beria, cruel aliado de Stalin y héroe de la resistencia contra los nazis, era ejecutado bajo el cargo de traidor al Partido Comunista y al Estado soviéticos. Casi al mismo tiempo, los suscriptores de la Gran Enciclopedia Soviética que habían recibido el volumen correspondiente a la letra B —donde, por supuesto, figuraba la entrada a Beria ensalzándolo como a un gran héroe del país—, recibían una carta de la casa editorial pidiéndoles que arrancaran la página del artículo sobre Beria y la devolvieran cuanto antes. A cambio, se les enviaría una entrada bellamente ilustrada sobre el Estrecho de Bering. Así el volumen no quedaría incompleto, con un feo vacío que pudiera atestiguar la reescritura de la historia.

Slavoj Žižek, en su divertido libro El acoso de las fantasías, se pregunta «¿para quién se mantuvo esta (apariencia) de integridad, si todos los suscriptores sabían de la manipulación (puesto que debieron llevarla a cabo ellos mismos)?». Y sugiere que la respuesta estriba en algo que denomina «el inexistente sujeto supuesto creer», una fórmula un tanto alambicada para señalar, por ejemplo, fenómenos que incluyen a los padres que fingen creer en Santa Claus delante de sus hijos, o ciertos políticos que fingen creer en la democracia fujimorista delante de sus electores. De esta forma, en palabras de Žižek, «la respuesta que debe darse al lugar común conservador, según el cual todo hombre honesto tiene una profunda necesidad de creer en algo, es que cada hombre honrado tiene una profunda necesidad de encontrar a otro sujeto que crea en su lugar».

Por consiguiente, al menos hasta aquí, hemos visto dos maneras de creer. Una para sí mismo, reforzada por la creencia de los demás, y otra para los demás, reforzada por la creencia en sí mismo. En el desplazamiento entre tales extremos se dan, probablemente, infinitas variables, pero, si me conceden unos cuantos minutos más, me interesaría hablar brevemente sobre el segundo extremo.

En una carta (quizá de 1861) dirigida a su amiga Mme. Roger des Genettes, Gustave Flaubert, a quien no puede acusarse de escritor de literatura fantástica, afirmó que un escritor no elige libremente sus temas. Le dijo: «No somos libres para escribir una cosa u otra. Nadie elige su tema. Eso es lo que el público y los críticos no entienden. El secreto de las obras maestras radica aquí, en la correspondencia entre el tema y el temperamento de su autor» (volumen IV de su Correspondencia).

De esto se sigue, por ejemplo, que las mejores historias las cuenta el mentiroso que cree apasionadamente en las mentiras que va urdiendo a lo largo de su relato, sin que importe mucho la inverosimilitud de lo que narra, puesto que la inverosimilitud es un elemento de nuestro mundo cotidiano —uno muy importante, como lo demuestran los ejemplos de aquellos padres hablando de Santa Claus y del cambalache de Beria por el Estrecho de Bering en la Enciclopedia Soviética— y no altera el curso lógico de la realidad tal y como la concebimos. Ya que una suspensión del juicio escéptico —o sea, apartar de la conciencia mi incredulidad— puede ocurrir gracias a que otros creen, o fingen creer, en lo que yo no creo, precisamente debido a que finjo que sí creo.

Tal vez a esta natural impostura, a esta espontánea simulación de las creencias, podríamos llamarla, también, «reinvención de la realidad», puesto que la realidad no es una idea monolítica sino una noción útil, un instrumento lingüístico logrado tanto por consenso como por disensión, aceptando o contraviniendo las reglas de la enciclopedia semiótica del mundo de que hablaba Umberto Eco. {En Lector in fabula, Eco sostiene que la interpretación de la realidad es viable gracias a que tenemos instrumentos básicos —reglas— con que interpretarla; lo dice así: «La regla debe seleccionarse entre una serie de reglas igualmente probables puestas a nuestra disposición por el conocimiento corriente del mundo (o enciclopedia semiótica)»}.

Tal vez si lo que estoy diciendo es verdadero —o si ustedes tienen la cortesía de pensar, por ahora, que es verdadero— pueda comprenderse que la narración de una buena historia está sustentada por nuestra innata complicidad con las imposturas —de «inexistentes sujetos supuestos creer»—, fortalecida con un método de organización, de combinación, de acoplamiento de diferentes instrumentos con el fin de materializar un efecto creíble. El resultado puede ser una historia realista o fantástica, verosímil o inverosímil, pero en ambos casos el efecto, repito, debería ser creíble. De allí que la idea de género literario sea harto problemática, pues implica estancos, territorios con límites claros y precisos, olvidando acaso que una obra de narración es, por encima de todo, un quehacer interpersonal, un lenguaje de pasiones contagiosas, una voluntariosa retórica. En pocas palabras: una técnica.

One thought on “¿La reinvención de la realidad?

Leave a Reply