Un día en Ciudad Juárez

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I, with my mad presumption of throwing a little light on something.
Samuel Beckett

I.

Siempre me conmovió el contraste entre El Paso y Ciudad Juárez. Separadas apenas por un río y una extensa vía de ferrocarril, ambas poblaciones habitan mundos distintos. La primera está considerada una de las urbes más seguras de los Estados Unidos; la segunda, una de las más peligrosas del planeta.

Desde mi departamento en El Paso puedo ver ese lado de México. Lo veo a simple vista, pero sobre todo con el tamiz de varios recuerdos. Es verdad que tengo imágenes de calles polvorientas, de bares abiertos todo el día, de vendedores ambulantes, de bulla incesante, de un tráfico endemoniado de gente y carros viejos; sin embargo, sé que únicamente mi memoria ha registrado el aspecto menos agradable de una ciudad que tiene, asimismo, bellezas difíciles de explicar. Como sabemos, la memoria inventa tanto como actualiza nuestros recuerdos, y en mi caso, asimismo, los recuerdos sobre Ciudad Juárez tienen la forma que los periódicos y los noticieros de televisión perfilan.

Tengo referentes íntimos para esa ciudad, por supuesto. Soy sudamericano. Soy peruano. La primera vez que atravesé la frontera hacia México pensé que había ingresado a uno de los distritos más populosos de Lima. Hallé, entonces, una mezcla semejante de atraso y modernidad, de confianza y peligro, de pobreza y derroche funesto de dinero. Un territorio con ley propia. Una ley, desde luego, hecha a la medida de los negocios turbios y el abuso de unos cuantos hombres: el código de los verduguillos y la metralla. De esto último me di cuenta en la última visita que hice, hará unos meses; el 18 de mayo, para ser precisos. Ese día, los embalsamadores de Ciudad Juárez no se daban abasto y, pese al trabajo intenso, estaban de buen humor. Claro está que las funerarias son un negocio seguro en cualquier lugar del mundo, pero hay sitios donde gozan de prosperidad. Pensemos, por ejemplo, en el Líbano, Afganistán, la República del Congo o Irak. Y en México, donde los juarecinos dan una muy alta cuota de muertos a sus funerarias.

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No digo nada nuevo, sin duda. Pero un asunto es la información ascéptica y otra, bastante diferente, la vivencia próxima de aquella manera de vivir a diario sobre una cuerda floja. Sin ir más lejos, esa semana del 18 de mayo, un martes, los narcotraficantes regaron las calles de cadáveres. En una entrevista para El Diario de Juárez, un embalsamador decía, sonriendo: «Vienen totalmente desechos los cuerpos. Y es que ahora se están yendo fuerte. La otra vez me tocó un joven con ciento veintitantos agujeros chicos y grandes, y también una mujer, agente del ministerio público, asesinada en su casa, que llegó totalmente destrozada: tenía más de cien balazos en el cuerpo».

Al parecer, hace unos años los crímenes eran el resultado de un ajuste de cuentas vinculados al comercio de las drogas; ahora, los motivos no son tan evidentes, aunque tarde o temprano están relacionados con el afán de poder y dinero. Los hechos también sugieren que el homicidio en Ciudad Juárez significa, por lo común, el ejercicio de un tribalismo permanente y sanguinario. Lo digo así, ya que entre varios antropólogos existe una teoría que explica las guerras entre clanes como el efecto de la interacción entre una escasez de recursos y un exceso de población: las matanzas reducen el volumen de gente y, por lo tanto, aminorarían ese problema. Probable o no, la teoría es incómoda. Explicaría asimismo, en el marco de un universo irracional pero con un engranaje brutalmente lógico, el asesinato de niñas recién nacidas y el de mujeres en edad de concebir.(1)

De igual modo, la teoría de las sectas podría caber en los estudios sobre Ciudad Juárez. Me viene a la memoria lo que sobre ellas escribió Roger Callois hace 44 años. En su libro Instintos y sociedad decía: «En la sociedad es estimada la tolerancia; en la secta se la considera como una debilidad culpable». Y más adelante: «En la secta… todos se enorgullecen de ser implacables y todo viene a reforzar el odio y los conflictos; se sospecha inmediatamente de la tibieza; la vehemencia tranquiliza en vez de asustar… En ella la regla es soberana y sólo cabe observarla exactamente o no observarla. No se permite error ni desánimo. Todo defecto es punible». Esta normatividad rupestre nos indica que lo que importa es el grupo, y aun más que el grupo, el negocio que éste lleva a cabo. En la secta, pese a sus ostentaciones de cofradía, el individuo es lo de menos. Resulta natural, entonces, que los sectarios vean a los demás como objetos, como piezas corrientes de un engranaje mercantil. De allí que siempre se le pueda decir a la víctima, antes de liquidarla: «No es nada personal».

Aquel martes que deambulé por Ciudad Juárez vi algunas funerarias. Una de ellas, Perches, ofrecía ataúdes de metal o laminados en pan de oro. Recuerdo que el gerente del local sólo tenía una queja con respecto a la situación: la morgue oficial, el SEMEFO, no podía con tanta necropsia y le remitían los cadáveres tarde y con gotero. Pero era comprensivo con la situación y se armaba de paciencia. A fin de cuentas, en todo el 2007 se habían reportado 316 homicidios ligados al narcotráfico; en cambio, a mediados de 2008 aquella cifra se había triplicado (hoy, cerca a diciembre, rebasa los 1.500). Lo mismo repitió en la entrevista que tuvo con un reportero de El Diario, pero se explayó en detalles: «Hace una semana vino un señor a agradecernos porque, aunque el cuerpo de su familiar venía totalmente destrozado, gracias a Dios le pudimos reconstruir el rostro y se lo tuvimos dos horas antes de lo que habíamos dicho».

El 28 de marzo de 2008 el gobierno mexicano había enviado tropas para controlar los estallidos de violencia, cada vez menos esporádicos. Fue en vano. Después de muchas semanas de escaramuzas, redadas y tiroteos, los soldados se percataron de que los delincuentes tenían más armas y estaban mejor organizados, de manera que, acaso con gran alivio, muchos se integraron al sistema de sobornos y el resto se dedicó a mejorar su saludo a la bandera. «Ahora», me decía una amiga de Chihuahua, «si estás en tu coche y otro te adelanta a lo bestia, o se planta adelante, mejor ni tocarle el cláxon porque no vaya a ser que el conductor se baje con una metralleta para quitarse el estrés y te deje peor que un queso suizo.» Estas fueron sus palabras hará un mes en el estado de Illinois, sintiéndose a salvo en una discreta cafetería, con su brazo inmovilizado y tímidamente escondido bajo la chaqueta. A su novio, Alejandro Eleazer Gómez, recién graduado en criminología, lo acribillaron cuando iba con ella de la mano, saliendo del cine. Ella sobrevivió gracias a que él la cubrió con su cuerpo, aunque de todos modos se le incrustaron tres balas que atravesaron al chico. Tenía los ojos cerrados cuando oyó que un fulano se acercaba a ellos carajeando; al instante sintió las salpicaduras de un líquido caliente, un tufo a herrumbre y pudo oler la pólvora y el olor a pellejo chamuscado por un tiro de gracia que aquél largó sobre la nuca de Alejandro.

Pero no todas son desgracias en Ciudad Juárez. O, cuando menos, no todas las desgracias son intolerables. Los seres humanos nos acostumbramos al escenario que nos tocó en suerte; incluso al terror, si es que se hace crónico. Los juarences de clase acomodada, los profesionales, los que administran pequeños negocios se ven obligados a pagar cierta protección, a confiar en su buena estrella y a enviar a sus hijos a este lado de la frontera para librarlos de la violencia. Sus paisanos pobres trabajan siete días a la semana y ganan la mitad de lo que merecen, o hasta la tercera o cuarta parte de lo que recibirían por hacer lo mismo en nuestra orilla del Río Bravo. Cada cual se las arregla como puede, por supuesto. Los maestros jóvenes, por ejemplo, pueden llegar a ganar hasta 7 dólares por hora de trabajo; los obreros, a veces poco menos de la mitad que eso. De acuerdo con cifras estimadas, funcionan 320 maquiladoras, pero un 25 por ciento de toda la planta industrial se ha visto obligada a reducir su producción y sus jornadas laborales, y se pagan apenas un 50 o un 60 por ciento de las remuneraciones.(2) Pese a todo ello, todavía se cantan serenatas, se organizan matrimonios, se oyen bromas por las calles y las familias salen a flote echando por la borda su desesperación.

Hay que tener un duro callo en el alma para aguantar tanto. De otra forma nadie sería capaz de sobrellevar el levantamiento de una hermana destazada, el encuentro con un primo o una prima cuyo rostro fue aupado como tortilla, o el choque con una cuneta de arenisca llena de parientes hechos fiambre y picoteados por los zopilotes. Semanas atrás, por ejemplo, las personas que iban a cruzar el puente Al Revés se dieron con la sorpresa de un muerto decapitado e izado sobre uno de los pilares. En otro punto transitado de la ciudad, otro cadáver, éste de un policía, fue también enarbolado, aunque en lugar de su propia cabeza tenía cosida la de un cerdo. Como se ve, tal parece que la gente de Ciudad Juárez habita en un infierno que, como todos los infiernos, se nos antoja vitalicio. Y esa gente parece resignada a la condena.

II.

Hace poco, el 20 de diciembre de 2008, la BBC comentó la repetición de la prueba Milgram que llevó a cabo un equipo de investigadores de la Universidad de Santa Clara, en California. Para los que no estén al tanto, la prueba Milgram fue hecha en 1963, y se hizo tristemente célebre porque sus resultados mostraban que las personas, incluso si se nos conmina a infligir dolor o poner en riesgo de muerte a nuestros semejantes, estamos dispuestas a obedecer a quien ejerce un rol de autoridad. Y el estudio de la Universidad de Santa Clara ratificó las conclusiones de hace 45 años.(3)

Imposible no establecer un paralelo entre estos penosos resultados y lo que sucede día tras día en Ciudad Juárez. Las condiciones allá son predatorias y la autoridad la ejercen los narcotraficantes y delincuentes, no las instituciones gubernativas. Una gran parte del resto de la pirámide social llega al escarnio y sólo atina, incluso con beneplácito, a obedecer; unos cuantos miles, en cambio, optan por camuflarse con el paisaje o se encaminan hacia el exilio. De lo que se trata, en apariencia, es no sólo de una condena tangible sino también metafísica. El miedo, un miedo a todas luces comprensible, impide la resistencia contra esta persistente barbarie, pero asimismo la mitificación del criminal y del narcotráfico como una fatalidad diabólica.

Ahora bien, toda prohibición en el consumo de algo que tiene demanda origina, por supuesto, la aparición de mafias. Sin ir más lejos, en los años veinte, aquí en los Estados Unidos,  se padeció casi una década y media de estupros y homicidios de los cuales, entonces, nadie parecía estar a salvo. ¿Qué la originó? El contrabando de whisky causado por un pliego de peticiones, respaldado por seis millones de firmas, exigiendo el veto a la fabricación y venta de bebidas alcohólicas. Pliego que fue recibido por el Congreso norteamericano en 1914, y que luego, en 1919, tras una enmienda constitucional, adquirió la calidad de ley. El remedio, naturalmente, resultó peor que la enfermedad. Y la pacatería del momento (una pacatería afín a la de hoy) tanto como los formidables dividendos del negocio ilícito que llenaban las manos de numerosos políticos, fueron suficientes acicates para oponerse, en principio, a eliminar aquella ley que trajo profusas desgracias y que, por lo demás, había violentado la constitución.

No bastó que un puñado de hombres se rebelase contra todo ello y adoptara la decisión histórica de enmendar aquel nefasto error de la prohibición para que la mafia relacionada con el alcohol se diluyese. Tamaña decisión, por su trascendencia, obviamente tuvo un costo muy alto de sacrificio individual y, sobre todo, requirió del apoyo comunitario. No fueron armas de fuego las que consiguieron erosionar los cimientos del tráfico; como nadie ignora, fue la legalización del negocio. De pronto, los delincuentes vieron que las reglas del comercio se habían transformado: nadie tenía que esconderse para comprar ni para vender. Obligados a negociar abiertamente dentro de los canales de circuito comercial, los traficantes entraron en vereda. En un inicio las entradas en metálico irían a ser mucho menores, pero a la larga se ahorraba en sobornos, en fletes arriesgados, en la seguridad de la familia. Incontables mafiosos descubrieron con sorpresa que los negocios lícitos también podían dar mucho dinero y, por si fuera poco, una pátina de respetabilidad.

Se sabe que en ciertos países de Europa no sólo se ha legalizado las transacciones de droga sino que el Estado entiende que debe brindar asistencia sanitaria a los adictos. El criterio es que varios tipos de adicción resultan incurables, lo que significa que hay consumidores que son, técnicamente hablando, enfermos crónicos y como tales requieren las prestaciones del seguro médico. Estemos de acuerdo o no con este criterio, es innegable que antepone una idea humanista de la persona a la vez que rechaza la noción del adicto a las drogas como un apestado. Lo cual hace que la Declaración de los Derechos Humanos no sea, como en tantas otras ocasiones, letra muerta.

No se trata únicamente de altruismo. De ninguna manera se trata de ingenuidad. Hay sobradas motivaciones económicas en juego: el narcotráfico es un cáncer que estúpidamente acaba matando el cuerpo que le permite vivir.

III.

Los antiguos griegos habían notado que, para el hombre, el carácter puede ser su destino. «Ethos antrophos daimon», decían refiriéndose a ese aspecto tirante, personalmente conflictivo, de la condición humana. Nuestro destino como ethos: hábitos, costumbres, tradiciones, rutinas de las que puede sacudirnos el carácter. De todo esto se compone la ética. Y cuando la ética de una comunidad es suicida, unos cuantos individuos tienen que hacer acopio de todo su temple para echar por la borda ese lastre mortífero.

Como todo ejercicio del carácter, la voluntad es el motor y no se activa sin opciones. Se puede optar por ser fiel a una idea sin amarla, o amarla y serle infiel; incluso delante de nuestra inevitable muerte se elige la cobardía o el coraje. Sin embargo, no hay acciones químicamente puras: lo natural es decidir y actuar animados por distintos gradientes de concentración de uno mismo. En condiciones ideales, las circunstancias nos retan alegremente, nos impulsan a ser creativos; en las catástrofes, nuestra adrenalina se dispara y no queremos pensar sino huir. Si estamos prisioneros, huimos hacia nuestro interior: los ensueños y las fantasías hacen de bálsamos; si nuestra situación es la de campo abierto, corremos alejándonos del peligro. En ambos casos, aquello que coarta nuestra libertad siempre nos pervierte. La desgracia, en realidad, no nos hace mejores. «Los desgraciados son egoístas, maliciosos, injustos, crueles y menos capaces aun que los tontos de comprenderse uno al otro», escribió Chéjov en Enemigos, y en seguida: «La desgracia, en vez de unir, separa a la gente, y allí donde parecería que los hombres debieran estar ligados por el dolor común, se cometen más injusticias y crueldades que en un medio relativamente satisfecho».

La carencia de oportunidades, de alternativas reales, sumada a la escasa o nula educación formal y a la pobreza, abastece el caldo de cultivo de esta ética necrofílica, que es, tal parece, la que se ha diseminado en Ciudad Juárez. Extrañamente, hay pobladores que aún la salvan del total desmoronamiento. Son de todas las condiciones económicas y tienen apego a su terruño. Trabajan con honestidad y, sin olvidar que pueden ser las siguientes presas de la violencia, no huyen de la adversidad sino que la enfrentan con ahínco. No sé si todavía tienen, íntimamente, esperanzas.

En Washington DC el senado de los Estados Unidos no quiere repetir la historia de la legalización, acaso porque los miles de muertos no son suyos. Allá que los mexicanos se maten. Quizá la humanidad, para casi cualquier político vinculado con grandes lobbies, sólo implica una parcela muy reducida y bastante adinerada que, por supuesto, no contempla a los vecinos del sur del Río Bravo, ya que éstos, de acuerdo con el estereotipo en boga, resultan demasiado tostados, palurdos y sentimentalones. Se trata de una venenosa caricatura que, semejante a cualquier mala hierba, ha cuajado profundamente en el imaginario colectivo de norteamérica. Inclusive entre los mismos mexicanos, porque, hablando por boca de Javier Marías, «no hay nada como estar convencido de algo para persuadir a los demás de ello».

La estrategia que desde las capitales (en DF y en DC) manejan ambos gobiernos tiene como fundamentos la detención selectiva y las extradiciones. Esto lo subraya con entusiasmo el fiscal Michael Mukasey del Departamento de Justicia de los Estados Unidos: «Las extradiciones de hoy demuestran que los carteles no pueden operar en la impunidad y que México y Estados Unidos trabajarán juntos sin cesar para derrotarlos» (BBC, 01 de enero de 2009). Lo cual se oye bien, pero aumenta la amargura que deja la confrontación entre esas intenciones y su repercusión pública. Por ejemplo, según el Departamento de Justicia de Estados Unidos, en el año 2007 México entregó a 83 personas, entre los que estarían los mayores agentes de droga o de carteles superiores, incluyendo el cartel del Golfo y el de los Arellano Félix, cuyo jefe de seguridad fue Armando Martínez Duarte, un ex funcionario de la fiscalía mexicana. La secuela: un incremento de la virulencia criminal, no sólo en Ciudad Juárez sino en todo Chihuahua y Baja California, por la repartición de los vacíos de poder.

Lo anterior no desautoriza, sin duda, la estrategia de ambos países, pero deja en la superficie su precariedad y también la falta de una voluntad libre de tabúes. Sin ir más lejos, el 06 de enero de este 2009 el alcalde de El Paso, John Cook, vetó una resolución del Concejo de la Ciudad —aprobada por unanimidad— que pedía al Congreso del país un serio debate con respecto a la legalización del negocio de narcóticos. ¿Cuál fue la impenetrable justificación del señor Cook? Dijo que pedir ese debate no era realista. En sus propias palabras: «It is not realistic to believe that the United States Congress will seriously consider any broad based debate on the legalization of narcotics. This position is not consistent with community standards both locally and nationally» (http://newspapertree.com/news/3284 ). Cabe preguntarse cuáles son los estándares locales y nacionales a los que se refirió el alcalde, ya que no dio ninguna explicación al respecto. Parece creer que toda la gente respetable piensa y se comporta necesariamente como él. Sobre todo si tenemos en cuenta lo que, según el concejal Beto O’Rourke, habría dicho el señor Cook poco después refiriéndose a la resolución del Concejo: «I can’t take this into (Sen.) Kay Bailey Hutchison’s office and not expect them to laugh me out of the room» (ídem). Sin comentarios.

IV.

Paseando por las calles de Ciudad Juárez recuerdo algo que, en primera instancia, no tiene nada que ver con lo que observo. En alguna parte leí que los niños de Santo Stefano Belbo, en Italia, aprenden desde muy pequeños que allí nació un gran escritor, Césare Pavese, que nunca fue feliz. Gracias a su fama, también aprenden desde temprano la palabra suicidio y quizá unos cuantos de ellos crecen con la sensación de que es obligatorio ser desgraciado.

Miro alrededor y pienso que la convicción en el Destino ha impuesto una serie de mitologías; entre ellas, la de que uno es lo que es, no lo que quiere ser. Esta convicción es notoria y apropiada en aquellas sociedades sometidas al imperio de un poder único, sin debate, hermético y vertical, que dictamina sobre la vida y la muerte de sus integrantes. En este sentido, las sociedades esclavistas son ejemplares; también, las seudopaternalistas, que buscan protegernos del trance de nuestras libres decisiones; también, y sobre todo, las corruptas, que no respetan a los seres humanos por sí mismos sino por lo que pueden comprar y vender. En estas sociedades la gente común se halla atrapada y sometida bajo los designios arbitrarios de quienes detentan el poder, cuyos dispositivos tienden a la perversión de los medios que emplea. Lord Acton lo dijo con claridad: «Power tends to corrupt; absolute power corrupts absolutely». Así, no es nada raro que los juarences crean en el Destino.

Entro en una farmacia o botica: necesito un antibiótico. Tengo bronquitis y por los síntomas entiendo que se trata de una infección bacteriana. La gente que me atiende es amable. Están acostumbrados al trato con los paseños que no se les antoja, o por lo general no pueden, pagar por la costosa receta de un médico en Estados Unidos. Salgo del local y deambulo hasta llegar a la Catedral; después, recorro unos cien metros hasta una pequeña librería, en la cual los únicos ejemplares baratos son falsificados. Las farmacias pueden ofrecer medicamentos de bajo precio ya que son genéricos; en cuanto a los libros, aún no hay nada semejante a esa forma de producción. Hay cura sin cultura, pienso tontamente. Conviene tener sanos a los maquiladores. Que rindan, no que se eduquen y adquieran consciencia de su plena humanidad. La mejor educación produce gente rebelde y de ninguna manera es conveniente en las sociedades esclavistas, o seudopaternalistas, o corruptas.

NOTAS

(1) En el capítulo 9 de su libro Cultural Anthropology, Marvin Harris nos advierte: «La evidencia de esta interpretación ecológica de la guerra consiste en estudios comparativos entre culturas que correlacionan ratios desequilibradas de sexo con la guerra activa. Sin embargo, la teoría es controvertida».

(2) La presidenta de la Asociación de Maquiladoras A.C. (AMAC), Sandra Luz Montijo-Dubrule, «señaló que el número de empleos en las 320 maquiladoras en Ciudad Juárez pasó de 260 mil a 250 mil en los primeros meses del año, lo que implica una disminución de 3.8 por ciento respecto al cierre de 2007» (Diario Excelsior, México, 27 de mayo de 2008).

(3) El experimento fue diseñado de la siguiente manera: a los participantes se les asignó el rol de instructores, quienes, dirigidos por un científico, iban a observar las reacciones de un alumno al castigo; tanto el alumno como el científico eran actores, pero los participantes no lo sabían; los castigos serían una serie de descargas eléctricas de voltaje incrementado que debía aplicar cada instructor, por separado, con la guía del falso científico, cuando el supuesto alumno cometiera un error.

En la prueba original se encontró que, después de escuchar los primeros gritos de sufrimiento (afortunadamente fingido) del alumno tras una descarga de 150 voltios, el 82,5% de los instructores voluntarios continuó aplicando las descargas. De éstos, el 79% siguió con las descargas hasta el límite del generador, a 450 voltios (una descarga mortal). El estudio, además, no halló diferencias de conducta entre las voluntarias y los voluntarios: ambos sexos obedecieron por igual al mandato del falso científico, pese a la aparición fortuita de otro científico (también un actor) que cuestionó su proceder, y pese a conocer de antemano las consecuencias del suplicio que ocasionaban. El nuevo experimento, llevado a cabo por el doctor Jerry Burger, no representa, como desearían muchos, la justificación infame de tales actos. Sin embargo, otra vez pone en evidencia nuestra proclividad humana a cometer atrocidades cuando estamos bajo presión. «Como todo lo demás», dijo el profesor Alan Elms, de la Universidad de California, «el límite de la crueldad humana depende de las condiciones».

2 thoughts on “Un día en Ciudad Juárez

  1. This is one of the best articles I have, to date, read in reference to the problems of our sister city. It is very well researched, beautifully written and extremely informative. The footnotes are appreciated. This author has elevated BORDERZINE to the level of a professional publication and future student correspondents will have to live up to quality and excellence of what Mr. Silva has done.

  2. NO COMPRENDO HASTA CUANDO LAS FUERZAS ARMADAS MEXICANAS VAN A SEGUIR ESPERANDO PARA DESAPARECER DE CUAJO A TANTA GENTE
    BESTIALIZDA QUE HABITA EN CIUDAD JUAREZ…ES UNA CIUDAD EN
    DONDE ESA POBRE GENTE TIENE QUE VIVIR BAJO UNA TORMENTOSA
    TRAGEDIA A DIARIO..AL LADO DE LA MUERTE…SE PUEDE DECIR QUE CIUDAD JUAREZ …ES VERDADERAMENTE UNA CIUDAD? O UN CEMENTERIO …

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